Cada tarde, un grupo de mujeres huidas del conflicto en Sudán se reúne en una carpa en el centro de tránsito de Renk, localidad fronteriza en territorio de Sudán del Sur, para participar en un taller sobre violencia de género, donde comparten su testimonio, reciben atención de profesionales y comienzan a curar las heridas que la guerra les dejó en cuerpo y mente.
Algunas de las asistentes son retornadas sursudanesas; otras, refugiadas sudanesas, y todas tratan de sobreponerse al miedo, sufrimiento y violencia, en muchos casos sexual, que vivieron durante su huida de la guerra que estalló hace más de un año entre el Ejército de Sudán y el grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR).
Se sientan en círculo y escuchan en silencio a una de las mujeres que decide explicar su historia. Algunas asienten, una lágrima recorre la mejilla de otra que juguetea con el dobladillo de su colorido vestido, mientras una mujer decide sumar su experiencia.
Amor de madre
La seguridad y bienestar de sus hijos era lo primero, a pesar de estar paralizadas por el miedo. Salma, nombre ficticio, dice a EFE que sus tres hijos eran incapaces de dormir por el miedo a las bombas y los disparos. Ahora duermen algo mejor, pero siguen inquietos.
“Huimos de nuestro hogar en Jartum (capital de Sudán) sobre la medianoche. Sin coche. Caminamos en silencio hasta otro pueblo y otro y otro”, relata Salma sobre la pesadilla que supuso dejar atrás su casa y cruzar el paso fronterizo de Joda para solicitar refugio en Sudán del Sur.
No habla de ella. No se siente preparada. Explica que perdió a su marido por el camino, sin dar detalles, y se muestra agradecida porque los más pequeños pueden ir a una especie de guardería en el centro, pero lamenta que los mayores no puedan seguir estudiando.
Dunia, también pseudónimo, se siente afortunada por contar con su marido, pero comparte su preocupación por los menores. “Deseo que mis niños puedan volver al colegio. Queremos que abran un colegio aquí, no queremos ir al campamento de refugiados de Mabán”, detalla.
Tras pasar medio mes en el centro de tránsito de Renk, los refugiados son trasladados al campamento de Mabán, una ubicación cercana, pero ni Dunia ni otras mujeres quieren: “Las instalaciones no son buenas y violan a las niñas y mujeres cuando se alejan a las letrinas o a buscar leña a las afueras”, afirma.
Supervivientes de violencia sexual
La violencia sexual contra las mujeres es un arma de uso común en todas las guerras. No es fácil hablar de este episodio en sus vidas. Ninguna lo hace. La vergüenza y el rechazo social y comunitario pesa, y no quieren reabrir heridas que todavía están cicatrizando.
Según un informe emitido en febrero de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “al menos 118 personas estuvieron expuestas a violencia sexual, incluyendo violación, violación en grupo e intento de violación”, mientras que organizaciones de derechos humanos sudanesas elevan la cifra a más de 370 en poco más de un año de guerra en el país africano.
Sin embargo, estas cifras son solo la punta del iceberg. La directora del gubernamental Departamento para la Lucha de la Violencia contra las Mujeres y los Niños, Salima Ishaq, dijo a EFE que sólo el 2 % de las víctimas de violencia sexual se han atrevido a denunciar ante las autoridades, mientras que el resto lo evitan por “restricciones sociales” o “por temor a represalias”.
“Las estimaciones indican que las denuncias que recibimos no superan el 2 % de los incidentes reales de violencia sexual, lo que significa que el número total podría llegar a 7.000 casos de violencia sexual”, añadió.
La violencia sexual tiene otra represalia: los embarazos no deseados. Las autoridades de Sudán anunciaron a mediados de este mes de mayo que habían acogido a una decena de bebés abandonados por mujeres violadas por combatientes de las FAR, si bien no dieron a conocer posibles casos resultantes de presuntas violaciones cometidas por miembros del Ejército.
Luchar para construir el futuro
A Yamila se lo robaron todo durante su huida. Unos hombres armados se llevaron a su marido y le exigieron un rescate. No tiene dinero ni sabe dónde está, ni siquiera si sigue con vida. “Quiero que regrese. He pensado en suicidarme porque mis hijos me preguntan por él y no sé qué responder, pero tengo que seguir adelante por ellos”, dice entre lágrimas.
“Ellos son el futuro. Quiero que estudien y vayan a la universidad. Están tristes porque no van a clase. Uno quiere ser profesor, la otra quiere ser doctora”, añade. Pese a todo, agradece la compañía de las demás mujeres porque le dan fuerza.
Coincide con ella Nouran, quien reconoce el efecto positivo que este grupo de terapia tiene entre las participantes: “Hablamos nuestros problemas y buscamos soluciones. Juntas somos más fuertes y nos ayudamos y aconsejamos, hablamos de los niños…”.
La sesión acaba, pero todas se sienten algo más ligeras y animadas. Creen que cuando dicen algo en voz alta, se quitan un peso de encima. Mañana volverán y poco a poco reforzarán está red de mujeres con la que van reconstruyendo sus vidas con un deseo compartido: que acabe la guerra para regresar a su hogar, Sudán.