
La semana pasada describí algunos de los terribles testimonios de violencia que compartieron mujeres en sesiones de grupos focales. La cruda realidad que experimentan las mujeres es más violenta de lo que se suele creer, incluso me deja con la idea de que el problema dista mucho de estar correctamente dimensionado y comprendido.
No creo que la incidencia de actos de violencia se encuentre documentada adecuadamente. Las víctimas suelen no denunciar, ni siquiera hablan de lo que les ocurre; pueden pasar meses o años, incluso décadas, viven una suerte de parálisis porque “han sido aisladas, minimizadas, despojadas de su ser y su valor como seres humanos”. Las víctimas no confían en nada ni en nadie. Muchas de ellas no cuentan con el apoyo de sus familiares más cercanos, ni siquiera de sus madres o hermanas, tampoco creen que las instituciones públicas sean instancias confiables.
Una amiga del colegio lo resume muy bien: “Cuando apenas tienes fuerza para existir, y todos los caminos te los han bloqueado, no es una cosa sencilla de decidir: hasta aquí llegó mi violentador”. Por lo tanto, la sociedad, las empresas, las escuelas y las autoridades deben comenzar por reconocer que la violencia de género mantiene a las víctimas en una condición de aislamiento, soledad y desconfianza, lo que incrementa su vulnerabilidad. Ese es el primer cerco que es preciso romper.
El segundo cerco que identifico es social. El entorno de las mujeres es sumamente violento entre ellas mismas. Los hombres, aunque no seamos violentadores, hemos perdido el sentido de gallardía para defender, cuidar y proteger. En un entorno decadente, hedonista e inhumano, en el que nadie escucha y todos se aprovechan del débil, no hay un asidero confiable para una mujer víctima de violencia.
Encontré en los relatos de las mujeres violentadas algunos patrones que indican otras causas probables del por qué las víctimas suelen tolerar tanto sufrimiento.
El abandono o la carencia de amor del padre en la infancia de las mujeres las convierte en más sumisas ante una figura masculina. Si el padre ejercía violencia en el hogar en contra de la madre o de los hijos, las mujeres suelen normalizar esa conducta y con ello se incrementa su umbral de tolerancia. Luego, tanto la carencia de amor del padre como el patrón aprendido de violencia (golpes, humillaciones y abusos), provoca que las mujeres busquen sentirse valoradas por un hombre a pesar de que las violente. Como nunca nadie las ha tratado con cariño y las ha hecho sentir queridas, no denuncian a su violentador porque temen más abandono y soledad, además del resto de consecuencias materiales y físicas que conocemos.
En las familias de clase baja se crean entornos de desamor y exceso de violencia, lo que perpetúa esas conductas de generación en generación. Aunque esa condición no es exclusiva de sectores populares, sí observamos que es mucho más frecuente.
La mujer que relató haber sido obligada a prostituirse comentó que la mayoría de las trabajadoras sexuales sufrieron algún tipo de abuso sexual en la infancia.
Finalmente. Creo que el fenómeno de la violencia de género se conoce en parte desde la perspectiva de las víctimas, pero no de los victimarios. La ecuación está incompleta. Puedo sentar alrededor de una mesa a mujeres y lograr que hablen de sus experiencias y de sus emociones, pero difícilmente podría sentar a hombres a relatar como violan, golpean, manosean, humillan y denigran a mujeres. Tampoco creo que sea sencillo que describan los entornos de violencia en que vivieron y los hicieron creer que tenían derecho a violentar a sus parejas, hijas, compañeras de trabajo, vecinas, etcétera.
Respeto profundamente los reclamos y los esfuerzos de todas las mujeres por reivindicar su derecho a no ser violentadas. Mientras no se comprenda realmente lo que lleva a los hombres a ejercer violencia, difícilmente se lograrán erradicar esas conductas.
Agradezco la confianza de CANACINTRA Puebla y de las valientes mujeres empresarias que decidieron hacer algo para combatir este flagelo. Hoy más que nunca cuentan conmigo.
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