
Claudia Sheinbaum ha soltado una de esas piezas que pueden redibujar el ajedrez político nacional: el encargo a Pablo Gómez de liderar los trabajos de una reforma electoral que, si se toma en serio, puede reconfigurar -por fin- el sistema de partidos en México.
Y aunque hay razones fundadas para prender las alarmas -las ha habido siempre que se menciona tocar al INE o moverle un tornillo al andamiaje electoral-, esta vez vale la pena hacer una pausa. Porque a diferencia de otros operadores de la 4T, Pablo Gómez no es un improvisado ni un adulador. Es un hombre formado en la congruencia, curtido en la cárcel del 68, y con décadas de verticalidad moral que lo separan del oportunismo tan común en la fauna política nacional. En tiempos de hipocresía institucionalizada, Gómez ha sido, al menos, decente.
Dicho esto, el reto es monumental. Hay dos ideas que orbitan esta reforma y que en teoría suenan sensatas: eliminar plurinominales que han servido más para pagar cuotas de partido que para representar al electorado, y reducir el financiamiento público a los partidos. ¿Quién podría estar en contra de eso? ¿Quién no ha torcido el gesto al ver los millones que se reparten los partidos parásitos -esos que nacen, subsisten y pactan sólo para que sus líderes cobren del erario?
La derrama económica que los partidos consumen cada año es un insulto, especialmente cuando buena parte de ellos ni siquiera intentan competir con dignidad, sino que viven de ser satélites obedientes del poder en turno. Son rémoras con logo y prerrogativas, no alternativas políticas.
Pero cuidado: que algo sea necesario no significa que sea sencillo ni automático. La eliminación de plurinominales, si no se acompaña de una reforma más profunda en términos de representación, puede terminar por concentrar aún más el poder en las mayorías artificiales, cancelando las voces críticas y acallando minorías legítimas. Lo mismo con el recorte presupuestal: si se hace a machetazos, sin criterios técnicos ni garantía de equidad, puede terminar por beneficiar -más aún- al partido dominante.
Por eso la ruta que ha anunciado Sheinbaum -una comisión que escuche a expertos, académicos y ciudadanos antes de meter mano en la Constitución- suena como un movimiento sensato. Sobre todo, porque su administración viene de un desgaste político tras la reforma judicial que polarizó más de lo que persuadió.
Pablo Gómez no es infalible, pero tampoco es un fanático. Y eso importa. Su biografía no es la de un oportunista que hoy ocupa cargos y mañana se lava las manos. Es la de un hombre de convicciones, y eso da, al menos, un margen de confianza.
Ahora bien, ese beneficio de la duda no es un cheque en blanco. La ciudadanía debe involucrarse, fiscalizar cada borrador, levantar la voz antes de que el rediseño electoral se cocine en lo oscurito. Y algo más: la verdadera reforma electoral que este país necesita no sólo debe limpiar el sistema de partidos, sino también dignificar la representación, transparentar el uso de recursos y proteger la autonomía electoral.
No se trata de debilitar al INE para fortalecer al gobierno. Se trata de devolverle al sistema electoral algo que ha perdido con el tiempo: credibilidad y justicia.
La oportunidad está ahí. Si la desperdician, no será por falta de diagnóstico, sino por exceso de cálculo político.
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Foto: @DeniseMeadeG