
La Sierra y sus lecciones que no aprendemos
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La Sierra Norte de Puebla parece condenada a repetir su historia bajo la lluvia. Cada década, el cielo se abre y vuelve a probar la resistencia de sus montañas y su gente. Lo hemos visto, lo hemos contado, y aun así —cada vez— nos sorprende.
Los años del agua: la memoria que no seca
Hay años que quedaron marcados en la memoria colectiva por el sonido de la tormenta.
1955. Las lluvias derivadas del huracán Janet arrasaron con caminos y cultivos; los ríos subieron tanto que muchas comunidades quedaron incomunicadas por semanas.
1999. Un año trágico: del 3 al 6 de octubre, más de 840 milímetros de lluvia cayeron en Zacapoaxtla y sus alrededores. Deslizamientos, viviendas sepultadas, cientos de víctimas. El temporal fue descrito por los meteorólogos como “una lluvia de 100 años”.
2016. El huracán Earl dejó más de 260 milímetros en 24 horas sobre Huauchinango y Xaltepec. Los cerros se vinieron abajo, literalmente.
2025. La historia se repite: más de 600 milímetros en Xicotepec y Zacapoaxtla, casi 800 en algunas estaciones, y zonas donde se rozó el récord del siglo.
No es una coincidencia. Es una constante.
La Sierra recibe la humedad del Golfo como una pared recibe un golpe: sin escapatoria. El aire cálido se estrella contra la montaña, se enfría y se vuelve diluvio.
Por qué ahora cae tanta agua en tan poco tiempo
No hay misterio: el clima cambió, y también nosotros.
El aire se calienta, pero las nubes se enfurecen.
La física lo explica simple: un grado más de temperatura global permite al aire retener hasta un 7 % más de vapor. Eso significa lluvias más cortas, más violentas y más destructivas.
Los bosques desaparecen.
Cada árbol que cae quita una esponja al suelo. La deforestación en las laderas serranas convierte las lluvias normales en deslaves seguros.
Construimos mal, donde no deberíamos.
Se han levantado viviendas en taludes inestables, se han pavimentado cauces naturales, se han bloqueado drenajes con cemento y descuido. El agua busca su camino, y cuando no lo encuentra, se lo fabrica.
El suelo ya no absorbe.
Entre el asfalto, los desmontes y el abandono agrícola, la tierra perdió su función de filtro. Lluvia que antes se infiltraba, ahora se escurre con violencia cuesta abajo.
Y así, los fenómenos naturales se combinan con decisiones humanas, o peor aún, con la falta de ellas.
Qué sigue: entre el agua y la razón
La Sierra no necesita discursos de condolencia; necesita una nueva cultura del territorio.
Y eso empieza con tres cosas: prevención, planeación y comunidad.
1. Para las autoridades:
Diagnosticar de verdad. Mapa en mano, identificar zonas de riesgo, cuencas colapsadas, laderas inestables. No con papeles, con trabajo de campo.
Invertir en drenaje y reforestación, no solo en carreteras y propaganda.
Establecer alertas tempranas, con sensores, pluviómetros y sistemas comunitarios de aviso. Que la próxima tormenta no agarre a nadie dormido.
Prohibir construcciones en taludes y cauces secos. La tragedia empieza en las licencias fáciles.
2. Para la gente serrana:
No desafiar el cerro: si la tierra se agrieta o el río crece, evacuar.
Participar en brigadas de vigilancia, en reforestaciones y simulacros.
No tirar basura ni escombros en barrancas: cada bolsa tapa una vida más abajo.
Conclusión: el agua no avisa dos veces
Cada temporal deja dos tipos de huellas: las que borra el río y las que deja en nuestra conciencia.
El problema no es que llueva más, sino que seguimos actuando como si fuera la primera vez.
En la Sierra Norte, la lluvia no es solo un fenómeno meteorológico: es un examen que el cielo repite hasta que aprendamos la lección.
Y por ahora, seguimos reprobando.
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