Argelia, uno de los países más desconocidos para el turismo, desvela sus tesoros del salvaje sur para intentar atraer visitantes tras décadas de aislamiento internacional. Una ruta que comienza en Busaada, la puerta del desierto del Sáhara.
“Antes, grandes películas se filmaban aquí porque es la ciudad de la luz, no se necesita iluminación artificial. Es un estudio abierto natural. Encontrarás dunas, oasis, ríos, lo que hay en toda Argelia, todo en la ciudad de Busaada”, presenta en declaraciones a EFE el actor argelino Murad Ziani.
Ziani recorre las callejuelas de Busaada ataviado con el traje tradicional de ancestros habitantes, que incluye el afamado cuchillo local con cacha de madera como el que sigue fabricando el octogenario Abderrahman Dilmi, encorvado entre cenizas en su modesto taller de forja.
“Es una profesión que va de padre a hijo. No se sabe de dónde viene” quizá “de Yemen o de la población local, pero el árbol genealógico de mi familia llega hasta el profeta Mahoma”, intenta recordar Dilmi sobre un linaje de cuchilleros de varias generaciones.
En la también llamada “ciudad de la felicidad”, el actor Ziani presume ante las renovadas viviendas del centro de Busaada: “Hay bastantes casas de huéspedes porque los hoteles no son suficientes”, explica sobre la acogida que da la población local, la alternativa de un turismo en Argelia ajeno a las aglomeraciones.
Entre los escasos, pero emblemáticos, alojamientos de la ciudad se encuentra el hotel Kerdada, envuelto por un jardín botánico y parado en la historia de la Argelia independizada (1962) donde se alojó su primera administración y se anunció la creación del moderno Ejército de Liberación Nacional (ELN) que combatió contra la colonización francesa.
Busaada fue capital temporal y enclave más próximo a Argel de la región sahariana sureña que ocupa cuatro quintas partes del país más grande del continente africano.
En la región de Aurés, sección de la cadena montañosa del Atlas Sahariano que divide el norte mediterráneo de la inmensidad del desierto, los balcones de Ghoufi asoman a centenarios asentamientos de la población local bereber.
“Su vida era nómada, van de ríos a montañas. En el invierno, cultivan la tierra y pastorean y, en el verano, bajan al río blanco, en busca del agua, que es vida”, explica el artesano y oriundo de la región, Samir, ante una estampa de casas hoy deshabitadas que, construidas en el cañón, parecen un lienzo.
Con la colonización francesa de 1830, sus habitantes fueron expulsados a las cercanas Guelma y Tebessa y hoy las viviendas escalonadas de la garganta atrapan las vistas desde miradores, que reciben cada temporada más visitantes, asegura Samir.
“El turismo regresó”, celebra este habitante, superados los lamentos del conflicto civil que vació Argelia de visitantes extranjeros en los años noventa y la mantuvo cerrada hasta su reciente y todavía lenta apertura.
Pasados sus años más convulsos, la dificultad para conseguir visados retrajo al país como destino turístico, hoy, a su vez, uno de los mayores atractivos de quienes huyen de los tours de masas y fuera de temporada, para evitar las altas temperaturas del Sáhara.
A lo largo de los más de mil kilómetros de costa mediterránea entre Marruecos y Túnez, imperan las reconocidas Orán, Costantina y Argel, sin embargo el Gobierno ha comenzado a promocionar los tesoros culturales y naturales más recónditos de un país que se extiende 2.400 kilómetros hasta su extremo sur.
Desde el año pasado, el aeropuerto de Djanet, a dos horas de vuelo de la capital, permite la tramitación de visados en destino, lo que ha facilitado la llegada de turistas extranjeros que hasta ahora se enfrentaban a un tedioso procedimiento de entrada.
El acceso a esta región de marcado tuareg, población bereber, permite llegar hasta el cercano Parque Nacional de Tassili N´ajjer con pinturas rupestres de más de 12.000 años de antigüedad. Más de 15.000 dibujos y grabados rodeados de un paisaje lunar, por lo que fue reconocido como Patrimonio Mundial de la Unesco.
Un museo de arte prehistórico entre dunas, oasis y macizos volcánicos, convertido en uno de los reclamos saharianos de Argelia cuyo encanto, paradójicamente, recae en la autenticidad que ha mantenido como destino por el escaso turismo.