Casa de infancia de León XIV, convertida en peregrinaje de curiosos

La Casa De Infancia De León Xiv, Convertida En Peregrinaje De Curiosos

La casa donde el papa León XIV pasó sus primeros años, hasta entrar en el seminario con solo 14, se ha convertido en solo dos días en un peregrinaje: católicos que vienen a rezar, periodistas del mundo entero y curiosos de toda índole desfilan por el 212 de la calle 141 de Dolton para hacerse selfis o grabar videos para sus redes sociales.

La casa lleva vacía al menos dos años, y de hecho estuvo en el mercado hasta la pasada semana, cuando una inmobiliaria la llegó a tasar en 199.000 dólares, pero al llegar las noticias de que allí residió un ilustre ocupante, despareció de la oferta. Nadie sabe qué planean hacer con ella.

Resulta llamativo que una casa de aspecto tan humilde pudiera alcanzar ese precio, y más en un vecindario tan degradado como el de Dolton, azotado por el desempleo y los episodios esporádicos de reyertas entre pandillas -no faltan tiroteos en las noches y trapicheos de droga en plena calle- que los vecinos relatan con enojo.

Robert Francis Prevost, nombre de civil de León XIV, creció con dos hermanos más en esta casa. “Tenían un solo baño, se me hace difícil imaginar a tres niños bajando cada noche por esas escaleras tan empinadas para ir al aseo”, relata un contratista que estuvo hace un año dentro, precisamente para realizar obras que adecentaran la vivienda antes de sacarla al mercado. No tocaron, eso sí, el patio trasero, lleno de hierbajos que nadie se ocupaba de podar.

El contratista, que no quiere dar su nombre, detalla que con su empresa cambiaron “prácticamente todo: nuevas ventanas con doble cristal, un suelo de madera flotante, nuevas tuberías, conducciones de gas y hasta el tejado y la barandilla exterior”. Es decir, el pequeño Robert vivía tras unas maltrechas ventanas donde se cuela el gélido frío de Chicago, una ciudad en la que el invierno dura seis meses.

Esta mañana de sábado, donde por fin se asoma un poco de calor a mediados de mayo, la vecina Dana Sagna -que se ha puesto sus mejores galas para recibir a tanto visitante- ha sacado unos altavoces donde suena el canto gregoriano que sirve de banda sonora a las innumerables visitas que recibe la casa de Robert. Una mujer llega con un rosario rojo en la mano y una foto de su abuela recién fallecida, frota su rosario contra el muro y lo besa.

Por allí se presenta también otro vecino, Paul Heller, que asegura haber vivido en esa misma casa durante 25 años -aunque los detalles de su relato no siempre coinciden- y proclama: “Esto ha pasado a ser un monumento nacional, y espero que al menos sirva para unir a la comunidad en este barrio”.

A veces la estruendosa bocina de un tren cercano interrumpe las conversaciones, centradas casi todas en lo que el barrio era y lo que ahora es: cuando Robert nació, era un barrio blanco lleno de ‘blue colar workers’, pero el cierre de las plantas de acero, de las industrias y de varias vías del tren fue fatal para los empleos y la mayoría de vecinos emigraron, como la propia familia del papa, que se marchó de aquí en 1996.

“Antes -relata Derrick Newling, un vecino de 64 años, los niños nos pasábamos el día jugando en la calle. En las noches se podía escuchar una moneda cayendo al piso. No sé qué pasó, nos convertimos en el desagüe de la ciudad, ¡no entiendo para qué sirven nuestros impuestos!” -concluye, en esa reflexión tan socorrida en EE.UU.- Y mira ahora, tenemos a alguien tan importante con su historia aquí”.

Pero en medio de tanto pesimismo, surge alguna lucecita de esperanza: un activista civil llamado Joe Hall ha comprado la iglesia “Santa María de la Asunción”, donde Robert fue monaguillo. El templo lleva décadas abandonado, sus paredes pintarrajeadas y el techo presenta un hueco de un árbol caído una tormenta. Joe Hall, que quiere convertir el templo en un comedor social, ha tenido una idea: dar a su proyecto el nombre del nuevo papa.

Por el templo se acerca otro antiguo monaguillo, Mark Meneghetti, que coincidió con el pequeño Robert pero no recuerda mucho de él salvo que era de “una familia muy devota”, con una madre organista y los tres hijos ayudando al párroco. La vida comunitaria se desarrollaba en torno a la iglesia.

A sus 14 años, Robert abandonó aquel vecindario: su casa gélida, sus calles tranquilas, su iglesia donde todos se juntaban en las fiestas, y ya nunca volvió a casa. Entregó su vida a los agustinos hasta convertirse luego en misionero, cardenal y finalmente papa.

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