
En política nada es casual. Ni los silencios, ni los rumores, ni mucho menos las “listas” que aparecen mágicamente cuando un gobierno empieza a poner orden. La supuesta filtración de funcionarios investigados por la Secretaría de Anticorrupción y Buen Gobierno no es más que un clásico borregazo con olor a traición, lanzado desde las alturas —literalmente, desde la Cámara Alta— por un personaje que no resiste la tentación de enturbiar las aguas cuando comienzan a aclararse.
Porque sí: hay nuevo gobierno, pero la ley es la misma. La diferencia es que hoy se aplica, y eso incomoda a quienes se acostumbraron a operar en la penumbra del poder, amparados en el compadrazgo, la simulación o el chantaje político.
En la mañanera de este martes, se dijo con serenidad quirúrgica:“Tenemos una ley, no rumores.” Y vaya que la frase retrata el momento. En Puebla, el ruido político volvió a sonar con la vieja partitura de los intereses heridos: filtrar, insinuar, intoxicar el ambiente mediático, para luego presentarse como víctimas de un sistema que ya no les rinde pleitesía.
Pero no nos confundamos. Los que hoy intentan disfrazarse de “armentistas” son los mismos que hace un año apostaron por un proyecto distinto, el de aquel aspirante que trató de hacerse pasar por amigo de todos y terminó mostrando su verdadero rostro: el de un operador vinculado a Adán Augusto López, el exsecretario de Gobernación que ahora carga con un pasado incómodo, donde la lealtad y la sangre se cruzan. Porque sí, su jefe de seguridad fue detenido por encabezar una célula criminal que operaba bajo el escudo de la política.
Y ahí están algunos de sus antiguos aliados locales, queriendo mimetizarse entre las filas del Armentismo, como si el tiempo borrara las huellas del oportunismo. Pero no hay perfume político que tape el hedor del mimetismo: se les nota en el gesto, en el discurso fingido, en el nerviosismo con que miran hacia Casa Aguayo esperando que alguien los adopte.
El gobernador Alejandro Armenta ha sido claro: ni persecución ni revancha. Hay trato digno, comunicación con el exgobernador Sergio Céspedes, y una administración que —a diferencia de otras— no excluyó a nadie por haber participado en la contienda interna. Eso, en términos históricos, no es poca cosa: pocos mandatarios en Puebla han sabido administrar la victoria con humildad.
Recordemos —porque la memoria también es una forma de justicia— que en sexenios pasados, los ajustes de cuentas eran la norma. Bastaba un rumor o una diferencia política para que un funcionario terminara en el exilio o en los titulares judiciales. Hoy, al menos, los expedientes existen, pero se procesan dentro de la ley, no en los cafés del poder ni en las redacciones de los medios.
Y aunque a algunos les duela, el nuevo gobierno llegó con brújula, no con espejo retrovisor. La anticorrupción dejó de ser eslogan para convertirse en una práctica incómoda. Por eso arde tanto. Por eso los fantasmas del pasado soplan fuego desde el Senado, donde cierto personaje de “alta traición” sigue soñando con ser el titiritero que mueva los hilos del estado.
El problema es que Puebla cambió. Y esta vez, las manos que mecen la cuna ya no tienen la misma fuerza.