
El escándalo que hoy estremece a Chihuahua con la detención de Jesús Manuel G. O., propietario de la funeraria Amor Eterno y presunto sicario, no es un hecho aislado. Tampoco lo es la vinculación a proceso de Roberto Isaac A., dueño de la funeraria Del Carmen, acusado de ocultar cadáveres, entre ellos el de una menor, que debieron ser incinerados. Estos episodios son apenas la punta del iceberg de un sistema que lleva décadas corrompido en la frontera norte y que pone en evidencia hasta qué punto la muerte también es negocio del crimen organizado.
El caso del crematorio Plenitud, donde se hallaron 386 cuerpos sin incinerar, fue el primer campanazo. Hoy sabemos que no se trataba de negligencias aisladas, sino de estructuras que operaban en la impunidad, enredadas con el narco, con policías cómplices y con autoridades locales incapaces de frenar los excesos. Que el dueño de una funeraria resultara presunto sicario no debería sorprendernos: la línea entre los servicios fúnebres, la extorsión, el narcomenudeo y la violencia homicida en Chihuahua ha sido cada vez más difusa.
Memoria corta, violencia larga
No es la primera vez que vemos cómo la delincuencia captura a las instituciones. Basta recordar que Chihuahua, Durango, Coahuila y Tamaulipas —estados históricamente gobernados por el PRI y en algunos periodos por el PAN— fueron epicentros de complicidades que incubaron al crimen organizado. Durante el sexenio de César Duarte (PRI) en Chihuahua, la entidad se hundió en deudas millonarias mientras la violencia se disparaba: en 2010, Ciudad Juárez fue considerada la ciudad más violenta del mundo, con más de 3 mil homicidios en un solo año.
En Coahuila, bajo la administración de Humberto Moreira (PRI), se destaparon los vínculos con los Zetas, quienes perpetraron la masacre de Allende en 2011, desapareciendo a más de 300 personas con la complicidad de autoridades locales. Mientras tanto, en Tamaulipas, la guerra intestina entre cárteles y la corrupción de cuerpos policiacos terminó por desmantelar cualquier noción de Estado de derecho.
Y en todos esos años, con gobiernos panistas a nivel federal —Vicente Fox y Felipe Calderón—, se hablaba de “guerra contra el narco” pero se solapaba lo evidente: fuerzas de seguridad infiltradas, empresarios coludidos y funerarias que, como hoy, eran parte del engranaje de terror.
La pregunta incómoda
Hoy los casos de las funerarias en Juárez nos devuelven al mismo dilema: ¿qué tan infiltradas están nuestras instituciones? ¿Qué tanto hemos avanzado realmente en separar a la autoridad de los criminales?
Los números no mienten: Chihuahua cerró 2024 con 2 mil 400 homicidios dolosos, uno de los estados con más asesinatos en el país, y en lo que va de 2025 la tendencia no cede. La frontera sigue siendo un territorio de muerte y silencio, donde el crimen decide quién vive, quién muere y hasta qué funeraria se encarga de enterrar a sus víctimas.
La reflexión es inevitable: ¿en dónde estamos parados frente al crimen en México? Si seguimos atrapados entre la corrupción heredada y las nuevas formas de violencia, será imposible romper el círculo. El país necesita más que anuncios: requiere depuración real de instituciones, transparencia en los procesos judiciales, y una política integral que priorice la vida sobre los pactos de impunidad.
Porque de otra forma, mientras en los crematorios se amontonan cadáveres y en las funerarias trabajan sicarios, la muerte seguirá siendo el único negocio que nunca pierde en México.
Sígueme en X como @angelamercadoo.