
Mientras millones de trabajadores en México apenas sobreviven con pensiones de miseria, un pequeño grupo de exfuncionarios y extrabajadores del viejo régimen vive como si el país les debiera algo más que un salario. No hablamos de beneficios legales. Hablamos de privilegios. De abusos. De jubilaciones que no caben ni en el sentido común ni en el presupuesto nacional.
Sí, hay quienes en este país cobran más de un millón de pesos al mes por el simple hecho de haberse retirado del aparato público. Y no son pocos. La Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno acaba de ponerle cifra al escándalo: 28 mil 074 millones de pesos al año se destinan solo a 14 mil 073 extrabajadores de Luz y Fuerza del Centro (LyFCL). De ese universo, más de 9 mil reciben entre 100 mil y 1 millón de pesos mensuales. Y ojo: 3 mil 504 de ellos superan el salario neto de la propia Jefa del Ejecutivo, Claudia Sheinbaum.
En el caso de Pemex, la historia no es menos ofensiva: 24 mil 844 millones de pesos al año para 22 mil 316 jubilados. De ellos, 544 cobran más que la presidenta. 618 reciben más que el propio director general de Pemex.
Pongamos esto en perspectiva. Un trabajador promedio en México —alguien que se parte el lomo durante 30 o 40 años— se retira con menos de 10 mil pesos mensuales. Tendría que vivir más de 300 años para cobrar lo que uno solo de estos exfuncionarios recibe en un solo año. Y lo más grave es que estos montos no son producto del mérito ni del esfuerzo: son resultado de un sistema corrupto, diseñado en la era neoliberal para premiar lealtades políticas y amarrar privilegios de por vida.
Y claro, cuando se anuncia una reforma constitucional que busca poner orden en este despropósito, las voces que se oponen son las mismas que se beneficiaron del saqueo. Exdirectores, líderes sindicales, exasesores. Personajes como Mario Alberto Ávila Lizárraga, hoy investigado por corrupción en Texas y con antecedentes de inhabilitación en Pemex por favorecer a empresas como Oceanografía. O como Ramón Alexandro Rovirosa, que aunque se cubre con la etiqueta de “sector privado”, aparece en las investigaciones por contratos irregulares ligados a la paraestatal.
La propuesta del gobierno es clara: una pensión justa para todos, sin excepciones ofensivas. Quien quiera negociar, podrá hacerlo voluntariamente. Pero la fiesta de los millones sin tope, pagados con recursos públicos, tiene que terminar.
Esto no es venganza, es justicia. No es ideología, es lógica fiscal. No es persecución, es limpieza.
En un país donde más de 30 millones de personas trabajan sin acceso a seguridad social, donde el sistema de salud aún arrastra carencias, y donde el salario mínimo apenas rebasa los 7 mil pesos mensuales, no se puede permitir que unos cuantos sigan viviendo a costa de todos.
La 4T tiene muchos retos, pero este —ponerle freno al abuso institucionalizado de las pensiones doradas— es uno de los más urgentes. No basta con denunciar. Hay que legislar. Hay que ejecutar. Y hay que resistir la presión de quienes ya probaron el poder y no quieren soltarlo.
Porque si de verdad buscamos un país con piso parejo, el cambio no empieza por abajo. Empieza por cortar de raíz los privilegios de arriba.
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