
En México hablamos del agua cuando falta, cuando se corta, cuando llega turbia… y después volvemos al piloto automático. Lo que casi nunca hacemos —porque nadie se toma la molestia de explicarlo bien— es mirar las leyes que deciden quién abre la llave, quién la cierra y quién se ha quedado, por décadas, con el control del recurso más estratégico del país.
La reforma a la Ley de Aguas Nacionales aprobada esta semana es polémica, sí. Tiene resistencias, protestas y discursos inflamados en el Congreso. Pero también es la primera ocasión en tres décadas que el país se atreve a revisar el modelo de concesiones que convirtió al agua en un mercado opaco donde pocos ganaron demasiado y millones se quedaron con pipas como única opción.
Lo que se votó ayer —entre tractorazos afuera y acusaciones cruzadas dentro— no es un capricho del gobierno. Es una reconfiguración completa del modelo hídrico mexicano, y merece que la ciudadanía sepa, sin tamices partidistas, qué está en juego.
Una ley de 1992 para un país de 2025
Desde hace años, especialistas advertían que la Ley de Aguas Nacionales se volvió un traje hecho para otra época: cuando la prioridad era privatizar, flexibilizar y repartir concesiones sin demasiado control. Resultado: 20 millones de mexicanos siguen sin acceso adecuado al agua, mientras existen regiones donde la extracción privada compite —y a veces derrota— al suministro público.
La reforma, impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum y aprobada por la mayoría en Diputados, coloca por primera vez el derecho humano al agua en el centro. Eso significa algo muy concreto: el agua que necesitamos para vivir no puede quedar sujeta al mercado, ni a la cartera, ni a la especulación.
Lo que cambia y por qué importa
Se garantiza un “mínimo vital” y se prohíbe cortar totalmente el suministro por falta de pago. Es una corrección histórica: la ley reconoce que el agua no es un lujo ni un premio; es un derecho.
Se elimina la transmisión de títulos entre particulares sin aval de Conagua. ¿Por qué el enojo de algunos grupos? Porque durante años las concesiones funcionaron como bienes comerciables que se revendían o acumulaban. Con el nuevo modelo, si no usas el agua, regresa al Estado para reasignación.
Esto no elimina la propiedad de la tierra. Pero sí limita el negocio paralelo que se hizo con el líquido.
Uno de los miedos más extendidos era que los campesinos perderían el derecho a heredar. El dictamen lo aclara: las concesiones se pueden heredar y las tierras pueden venderse con sus volúmenes asignados. El fantasma de la expropiación fue políticamente rentable, pero jurídicamente falso.
Por primera vez, la ley reconoce a los pueblos indígenas y afromexicanos como gestores legítimos del agua, con reglas propias. Un paso civilizatorio que México debía desde hace décadas.
Se crean el Registro Nacional del Agua (RENAB) y el Portal de Denuncias (PODAN). Se elevan sanciones y se tipifican delitos hídricos contra funcionarios y particulares. No criminaliza al ciudadano: apunta hacia arriba, hacia donde históricamente ha faltado lupa.
Se regula el “libre alumbramiento”, es decir, la perforación indiscriminada de pozos. Las prórrogas seguirán existiendo, y se mantiene la posibilidad de riego para pequeñas propiedades. No se toca la producción familiar.
Entonces, ¿por qué tanto ruido?
Porque la reforma toca intereses muy concretos.
Porque algunos políticos, literalmente, tienen concesiones —y aparecieron nombres en el propio Senado.
Los panistas Francisco Ramírez Acuña y Miguel Márquez reconocieron en tribuna ser titulares de volúmenes importantes para sus ranchos. Alegan legalidad, y probablemente la tengan, pero esa es precisamente la discusión: ¿puede votar un senador sobre reglas que impactan directamente su concesión?
La senadora del PVEM, María Corona Nakamura, lo dijo frontalmente: quienes poseen títulos deberían excusarse. No lo hicieron. Bienvenidos a la política mexicana.
Y mientras tanto, productores del campo protestan temiendo que el valor de sus tierras baje o que la Conagua concentre demasiado poder. Algunos argumentos son legítimos; otros responden al temor de que se acaben prácticas de décadas que hoy ya no caben en un país con estrés hídrico.
Lo que la oposición dice —y lo que hay que matizar
El PAN asegura que la reforma convierte al agua en arma política. Movimiento Ciudadano sentencia que amplía facultades sin suficientes contrapesos. Son críticas válidas si se revisan desde la métrica de gobernanza.
Pero también es cierto que el esquema anterior dejó fuera a millones, permitió acaparamiento y generó un mercado que nadie reguló en serio.
Morena, por su parte, ha insistido en que se protege la herencia, que se evita la especulación y que la redistribución será transparente. La clave está en la palabra “transparente”: si el gobierno no construye mecanismos reales de escrutinio público, la reforma perderá legitimidad.
La pregunta incómoda: ¿quién pierde y quién gana?
Ganan las comunidades sin agua.
Ganan las familias que dependen de pipas.
Gana cualquier mexicano que quiera un Estado capaz de ordenar un recurso estratégico.
Pierden quienes durante años trataron el agua como un activo financiero.
Pierden quienes acumulaban títulos para negociar, presionar o lucrar.
Pierden los políticos que votaban leyes que les beneficiaban silenciosamente.
No es casual que esta reforma haya provocado el mayor movimiento agrícola de la década ni que la sesión legislativa se resguardara con Guardia Nacional. Cuando se mueven intereses hídricos, se mueve el país entero.
¿Y a largo plazo? ¿Realmente nos beneficia?
Si se implementa bien, sí.
Porque ordena el descontrol.
Porque impide vender concesiones como si fueran tierras.
Porque obliga a usar lo que se concede, o devolverlo.
Porque reconoce a comunidades históricamente ignoradas.
Porque empieza a equilibrar un sistema colapsado.
La reforma no es perfecta —ninguna lo es—, pero es un paso necesario para enfrentar las próximas décadas, donde la disputa global no será por petróleo, sino por agua.
México no podía seguir operando con un marco legal de 1992 cuando ya vivimos sequías, sobreexplotación y desigualdad hídrica. Alguien tenía que asumir el costo político de mover el tablero.
La advertencia final
Las leyes no cambian la realidad por sí solas.
Si Conagua no moderniza su vigilancia, si los estados no coordinan, si la sociedad no exige transparencia, esta reforma será una promesa más marchita por la burocracia.
Pero si se cumple lo que plantea, si se ejecuta con rigor y se audita con lupa, quizá podamos lograr algo tan sencillo —y tan extraordinario— como abrir la llave y que salga agua para todos.
Y eso, en un país como México, ya sería revolucionario. Si te gustó comparte esta columna, y sígueme en mi red social X como @angelamercadoo