Ni sueldo, ni derechos: la otra cara de la vocación femenina

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La formación para la inclusión empieza en casa. Desde pequeños aprendemos —o no— a valorar por igual las opiniones, capacidades y esfuerzos de mujeres y hombres. Y lo que se vive en el hogar se refleja después en la escuela, en la empresa, en el gobierno… y también en nuestra iglesia.

Hoy, en México, una mujer es presidenta. Más allá del símbolo y del logro personal, esto debería ser una señal clara de que ya no hay vuelta atrás en la lucha por la equidad. Pero también nos obliga a reconocer que, en muchos otros espacios, la inclusión de las mujeres sigue siendo una promesa incumplida.

Aunque se han dado pasos importantes, la realidad es que todavía hay muchos sectores donde las mujeres no tienen las mismas oportunidades ni el mismo reconocimiento. Esto ocurre en empresas, en instituciones públicas y, de forma aún más marcada, en algunas organizaciones religiosas. Un caso concreto —y poco visibilizado— es el de las mujeres consagradas que trabajan de la mano con los Legionarios de Cristo.

Estas mujeres entregan su vida al servicio de los demás. Hacen votos, viven en comunidad y dedican su tiempo a tareas educativas, pastorales, formativas e incluso administrativas. Pero, a pesar de todo ese compromiso, no son reconocidas como una congregación religiosa. No tienen personalidad jurídica propia, ni salario, ni acceso a seguridad social o pensión. Si en algún momento deciden dejar esa vocación, lo hacen prácticamente sin nada: sin historial laboral, sin ahorros, sin una red clara de apoyo. Y lo más grave es que, al no entrar en ninguna categoría oficial, no aparecen en estadísticas, ni en informes, ni en las discusiones sobre derechos.

Su situación refleja un problema más amplio. Incluso en empresas donde las mujeres sí ocupan puestos importantes, las diferencias salariales siguen siendo una realidad. En muchos casos, una mujer puede tener exactamente la misma preparación y responsabilidad que un hombre, pero recibir un sueldo significativamente menor. Eso también es una forma de exclusión. Y demuestra que el problema no es solo de acceso, sino también de cómo se valora —o no se valora— el trabajo de las mujeres.

Y ahí está el punto: no se trata solo de abrir espacios simbólicos. No basta con declararnos a favor de la igualdad si seguimos permitiendo estructuras que excluyen, que precarizan, que se aprovechan de la entrega de las mujeres sin ofrecer garantías mínimas a cambio. La vocación, por noble que sea, no puede usarse como pretexto para ignorar la justicia.

Si de verdad queremos construir un país más justo, más coherente con lo que decimos creer, necesitamos empezar por ver y valorar a todas esas mujeres que han entregado todo sin recibir casi nada. Ya es hora de dejar de normalizar lo que, a todas luces, es una injusticia.

¿Y qué podemos hacer desde el ecosistema emprendedor? 

  • Impulsar políticas públicas que reconozcan y protejan el trabajo no remunerado.
  • Que las políticas salariales en las empresas sean iguales sin distinción de género
  • Que las amas de casa tengan acceso a seguridad social, a un sistema de pensiones, y que su labor sea reconocida en el cálculo del PIB. 
  • Que las instituciones religiosas asuman también su responsabilidad legal y social con quienes colaboran desde la vocación. 

No se trata de caridad, se trata de justicia. Y porque una sociedad que no cuida a quienes más cuidan, es una sociedad condenada a la incoherencia.

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